Buenos Aires y Montevideo (día 5 de 5)
De regreso en la estación de Tres Cruces de Montevideo decidimos gastar los pesos uruguayos que teníamos en nada más y nada menos que comida. Compramos agua y galletas para el regreso, también una empanada de jamón y queso en un puesto llamado Eat y volvimos a La Mostaza, esta vez por una ensalada griega (rúcula, tomate, queso y aceitunas con aceto balsámico y aceite de oliva Borges) y un frankfurter húngaro con cebolla y pimientos caramelizados. Curiosamente tenía granos de pimienta enteros.
El bus de regreso era mucho más cómodo que el de ida, supongo que porque el viaje era de noche. Aún así no pudimos dormir mucho, en parte porque el viaje fue más corto. Una vez de vuelta en el terminal de Colonia, con sus sillas multicolores de buque acomodadas a la mala en su improvisada sala de espera, nos sentamos hasta la hora de embarque. Una vez más fueron impuntuales y debimos esperar haciendo cola de pie mientras los pasajeros del viaje anterior desembarcaban.
El buque lento es un centro comercial flotante. Tiene tiendas, casino, mesas de bar, venta de comida, etc. En la parte inferior viajan autos. Unas puertas de vidrio nos separaban de los que no estaban en primera clase, aunque nunca entendimos muy bien cuál era la diferencia. Nos acomodamos en una de las filas traseras, huyendo de las luces para dormir mejor. Lamentablemente no me di cuenta de que en esa zona no llegaba la calefacción y no dormí casi nada por el frío. Alvaro tampoco durmió bien y estábamos tan llenos y cansados que ni siquiera reclamamos el desayuno que venía incluido con el pasaje.
En Puerto Madero tomamos un taxi a la casa de Diana. Llegamos como a las 8 y debíamos estar fuera de 10 a 12 porque ella tenía paciente a esa hora (es psicóloga). Alvaro durmió hasta las 9 y yo hice postraciones. Después tomamos leche, yo comí fruta y salimos bajo la lluvia a hacer compras.
Tomamos el subte hasta la estación Catedral y caminamos por Florida. Compramos algunas cosas, incluyendo unos lentes de sol y un paraguas para reemplazar el que tenía porque se rompió. En un momento fuimos a parar a la Galería Pacífico en donde Alvaro comió otro helado de la Abuela Goya y yo me tomé un par de yogurts.
De regreso, caminando por Lavalle, decidimos almorzar en la pizzería Los Inmortales. La había visto con buen puntaje en la guía Oleo así que era una opción segura. Pedimos una ensalada light (espárragos, beterraga, moyashi, vainitas y alcachofa) y unos ravioles de pavita con jamón y almendras en salsa cuatro quesos. De tomar pedí media botella de Malbec San Telmo y Alvaro un licuado de banana con leche. Al comienzo nos llevaron triángulos de masa de pizza con mantequilla, después pan integral y baguettino trozado.
Quedamos repletos y regresamos a la casa de Diana, cabeceando en el taxi, para los preparativos finales. Conversamos con una taza de mate cocido, después salimos un rato al supermercado a comprar algunas cosas y volvimos a despedirnos y esperar el taxi que nos llevó de vuelta a Ezeiza y nos dio la oportunidad de cabecear un poquito más.
En el aeropuerto vimos a Hugo recién en la cola de embarque. Para nuestra sorpresa, el sistema de check-in de Lan le había dado mi asiento a mí otro al medio de la parte central de la misma fila. Menos mal sucedió con él y no con un desconocido, porque accedió a cambiar de asiento. Al poco rato apareció Lola, quien tenía el asiento contiguo al de Hugo.
Alvaro no durmió nada y yo casi nada. Estaba super incómoda. La comida estuvo normal, otra vez sin opciones. Había ravioles en dos salsas (una blanca con crema y una roja con champiñones y cebolla), pan, mantequilla y un piononito de chocolate bastante dulce pero agradable.
Los papás de Alvaro nos recogieron del aeropuerto y nos llevaron a la casa, muertos pero felices y pensando en viajar más seguido a ver a Ole.
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